La alquimia de los géneros literarios
En los cuentos reunidos del volumen La novia del japonés he intentado —y lo más probable es que no lo haya conseguido— una alquimia de estas características, una alquimia que, de hecho, se parece un poco al propio paisaje y paisanaje de Taiwán. Si nada hay puro en el mundo, vengan a Taiwán.
Iker Izquierdo, escritor
Taipéi, 22 de octubre de 2022
Decía Agustín de Foxá que el régimen de Franco era una dictadura suavizada por la incompetencia. Supongamos que este aserto fuera cierto, que ya es mucho suponer. El género puro en literatura sería como una dictadura: por muy perfecta que fuera, acabaría hastiando al más entusiasta del «ordeno y mando». Podríamos suponer también que para hacer una obra maestra de género y salir airoso hay que ser muy bueno. Y esto vale también para el cine. Me estoy acordando ahora de la película de Jacques Tourneur, Retorno al pasado, una absoluta obra maestra del cine negro más químicamente puro. Y no cansa ni empalaga, al contrario, el espectador pide más. Un privilegiado monsieur Tourneur.
En literatura siempre soñé con hacer algo parecido, pero es una tarea abocada al más absoluto fracaso. Por no salirnos del género negro, fui durante un tiempo aficionado a las novelas policiacas ambientadas en Bangkok, concretamente a las escritas por el novelista británico John Burdett y a las del canadiense Christopher G. Moore. Sus tramas policíacas están bien construidas, poseen los diálogos duros, ágiles e ingeniosos que inventara Dashiell Hammett para el género, pero adolecen de un fallo clamoroso: se toman muy en serio a sí mismas. Incluso las ironías —otro ingrediente indispensable— tienen un regusto a moraleja que huele más a sacristía que a literatura. En fin, dejé de leerlas para evitarme un principio de diabetes.
El maestro de la ironía no moralizante fue Raymond Chandler, una especie de doctor Johnson de la California de los 40 y 50. El personaje de Philip Marlowe tiene la virtud de no tomarse demasiado en serio, sin dejar de hacer su trabajo. Al fin y al cabo es un profesional, pero no se le escapa que, a pesar de la sordidez oculta del mundo de oropel en el que se mueve, pontificar sobre el mal solo lo convierte en un ser doblemente miserable. Chandler no se limita aquí a suavizar la sordidez con la ironía no moralizante, sino que además añade otros elementos que contribuyen a la dialéctica interna de sus obras: la crónica social, el estudio de caracteres psicológicos o la construcción de un paisaje novelesco: el del sur de California. Chandler toca una tecla esencial: la dialéctica, la destrucción de la pureza. No de la pureza del oropel, sino la de la misma sordidez del mundo, sobre la que peroran urbi et orbi los curas laicos de los que está lleno el mundo de las artes.
El género puro en literatura sería como una dictadura: por muy perfecta que fuera, acabaría hastiando al más entusiasta del «ordeno y mando».
Mutatis mutandis es lo que modestamente me propongo cada vez que escribo un cuento o una novela: destruir la pureza; la del lirismo, la de la acción, la de la épica, la del amor e incluso la del propio humor, aunque confieso que mi alquimia preferida es la de suavizar el lirismo con el humor. En los cuentos reunidos del volumen La novia del japonés he intentado —y lo más probable es que no lo haya conseguido— una alquimia de estas características, una alquimia que, de hecho, se parece un poco al propio paisaje y paisanaje de Taiwán. Si nada hay puro en el mundo, vengan a Taiwán.
Estas mezclas tan difíciles de equilibrar son la materia de la que está hecha la gran literatura: desde Luciano de Samósata hasta el Arcipreste de Hita, de Cervantes a Laurence Sterne, de Stendhal a Thomas Mann, de Gonzalo Torrente Ballester a Michel Houellebecq y Jonathan Coe. Es concretamente en Torrente y en Chandler donde encuentro un espejo en el que mirarme, son ellos los que a mi modesta manera me inspiran para escribir mis propias historias. No son tanto sus tramas, temas o referencias, cuanto su mirada, su posición ante el mundo, sus recursos retóricos. A veces siento como si introdujese los esqueletos de sus escritos en una batidora y los rellenase con mis propias referencias. Esto quizás se note especialmente en el cuento de La novia del japonés, pero también en Fantasmas, Un día de pesca o La hernia. Al citar a Chandler, el lector podría pensar que escribo relatos policiacos, pero no es a eso a lo que me refiero. Insisto. Es su retórica, su impiedad para con el mundo, la que me inspira. De hecho, el único «cuento negro» como dios manda de este volumen lo debe todo a James Ellroy, otra de mis lecturas de cabecera, maestro indiscutible del stacatto y el exceso, al que intento homenajear no solo con la cita inicial sino con la traslación de su estilo a una geografía ajena a su mundo literario. Ellroy, en cierto modo, es un heredero de Chandler pasado por el tamiz de una mente alucinada por Beethoven, la violencia estadounidense y el dios luterano.
[...] el expatriado forma parte tan verdadera de la sociedad de acogida como el nativo.
Por otra parte, la impía alquimia encuentra en este libro una geografía física y humana en la que tomar cuerpo. No es que Taiwán sea escenario privilegiado para un estilo concreto. El mismo experimento podría ensayarse en Japón, en la India, en la República Centroafricana o en Islandia. No obstante, la forma debe ser la manera como engrana la materia, y son los elementos materiales de Taiwán los que en última instancia determinan la forma que toma un cuento: historias formalmente tan diferentes como El hombre pez de Kaohsiung, Los perros sin luna y Epístolas sobre la falsedad de la revolución se determinan en un mismo humus sociocultural (o eso quisiera yo creer). Incluso, el último cuento, Sopa de rábano en Valles Marineris, quiere servir como forma final de impiedad ante el género puro en la línea de los Diarios de las Estrellas de Stanislaw Lem o La guía del autoestopista galáctico de Douglas Adams, con sus dosis de parodia política e ideológica, que se nutren, como no podía ser de otra manera, del presente en marcha de Taiwán; es decir, surge del mismo entorno.
[…] lo que modestamente me propongo cada vez que escribo un cuento o una novela: destruir la pureza; la del lirismo, la de la acción, la de la épica, la del amor e incluso la del propio humor, aunque confieso que mi alquimia preferida es la de suavizar el lirismo con el humor.
El crítico avezado, o no, puede objetar con cierta razón que ese humus sociocultural aparece violentado por la procedencia del propio autor: un hispano. Ahora bien, a esto se puede responder que el expatriado forma parte tan verdadera de la sociedad de acogida como el nativo, y ello al margen de que el expatriado pretenda, de manera ingenua, vivir al margen de esa misma sociedad de acogida que lo moldea, pero a la que a su vez aporta su propia mirada. Esta es la perspectiva que intentaré explorar en una proyectada trilogía novelesca de próxima aparición (ad kalendas graecas).
Mientras tanto, sirva esta pequeña muestra para calibrar hasta qué punto no he fracasado del todo en mi empeño de perdurar sobre el papel, aunque este termine siendo devorado cuando la Tierra se acerque demasiado al Sol. Yo no me preocuparía demasiado por ello. Dentro de cien años, todos calvos.
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Iker Izquierdo (Baracaldo, España, 1981) es uno de los autores de la «generación Catay» y lleva afincado en Taiwán más de 11 años. Licenciado en Historia y Master en Relaciones Internacionales, su verdadera pasión es la literatura, la filosofía y el cine. También viajero empedernido, ha colaborado y colabora en medios de prensa española y taiwanesa. Miembro del consejo de redacción de la revista académica Encuentros en Catay. Ha participado en los libros colectivos «Gustavo Bueno. 60 visiones sobre su obra» y «Mientras tanto en Taiwán... Visiones hispánicas de Formosa». Es autor del libro de relatos «La novia del japonés y otros cuentos de Taiwán».
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