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La emoción de lo bien contado

已更新:2021年5月23日

Hemingway en otoño, Andrea Di Robilant, Hatari!, Madrid, 2020 (en esmerada edición).

 

Aparecido en el número 34 de la revista anual Encuentros en Catay, año 2021.

Presentación en Taipéi, viernes 4 de junio, 17:30,

Oficina de Enlace de México en Taiwán.

 

José Campos Cañizares

Kaohsiung, 3 de mayo de 2021


Reseña y cuierta Hemingway en otoño, Andrea di Robilant, Hatari! ediciones
Reseña y cuierta Hemingway en otoño, Andrea di Robilant, Hatari! ediciones

He aquí un libro muy bien escrito sobre un personaje fascinante, Ernest Hemingway, en torno a un tramo esencial de su vida. Periodo que coincide con un antes, un durante y un después, de la redacción de un relato especialmente querido y meditado por el artista Hemingway, Al otro lado del río y entre los árboles (Across the River and Into the Trees, 1950). Nos encontramos ante un trabajo que aporta luz a todo lo que supuso para el escritor estadounidense la escritura de esta novela, una de sus preferidas y, al mismo tiempo, menos entendidas por la crítica literaria especializada en el análisis del fenómeno creativo hemingwayano. Me estoy refiriendo al estudio Hemingway en otoño, escrito por Andrea Di Robilant y publicado en español por la editorial Hatari en febrero de 2020, cuyo título original es Autumn in Venice. Ernest Hemingway and His Last Muse. Su lectura nos facilita las claves para explicar el nudo de la novela anteriormente citada, protagonizada por el coronel Richard Cantwell, y su enamorada, la joven aristócrata italiana Renata, en el marco de una eterna Venecia.

 

Sabemos que Hemingway necesitaba vivir intensamente para poder escribir. De ahí la garra de su literatura y el intenso desgaste de su propia existencia. Para él, el arte de contar consistía en acercarse a la verdad de lo relatado, a la certeza de la historia planteada, y la única forma de lograrlo era experimentarlo antes, en toda su extensión, sin medias tintas de referencias librescas ni literarias. Por eso, en la novelística de Hemingway surgen historias nuevas sin vinculación al imaginable mundo creativo de muchos autores que tienen que echar mano de fórmulas ya trabajadas en los distintos géneros literarios para poder crear de la nada. Hemingway inventa en cada narración su propia red de acontecimientos y sucesos. Pensemos en lo que sucede en Fiesta (1926) o en Adiós a las armas (1929), creadas con personajes literarios originales que han vivido lo que se va contando, aunque de otra manera, bajo el tamiz del recuerdo. Lo real de sus historias (un realismo descarnado) se basa inexorablemente en la experiencia de lo que Hemingway ha sufrido, en su propia piel: bajo el aditamento de una vinculación existencial con las personas que le rodearon en cada etapa de su vida, para convertirse ellos y él en personajes de ficción.


Para escribir Al otro lado del río y entre los árboles, se tuvo que alimentar de una relación amorosa platónica con la jovencísima italiana Adriana Ivancich. El trasfondo de lo que sintió Ernest Hemingway por Adriana tras conocerla en 1948, cuando tenía esbozada la novela, se plasmará en dicho relato. La correlación entre vida y literatura se confunde y ello pasará factura a sus protagonistas reales, al propio Ernest y a Adriana. En el caso de la muchacha veneciana, ésta se vio atraída por el escritor y tuvo que soportar las consecuencias de una relación que se convirtió en permanente noticia en Venecia y en Italia, y no iba a ser entendida por gran parte del mundo social que rodeaba a la joven. Hemingway, hablará de su encuentro con Adriana como de un flechazo inevitable dada la belleza y sensualidad que ella desprendía, pero es posible que necesitara esa relación y todas las vivencias que la podían rodear, principalmente las conversaciones, para componer una obra que llevaba en mente y que iba a cobrar más veracidad con la aparición de una Renata auténtica. De esa manera podía conferirle a la narración novelística, contada por un hombre maduro, un marco de contraste vivencial, al proporcionarle a la decadencia de Richard Cantwell una viva acogida, en Renata. El veterano coronel, un hombre ya agotado, vivía del pasado. Por ello, barruntando su propio final, se acerca al escenario que conoció durante el conflicto bélico de la Gran Guerra, lindante a Venecia. Cantwell quería marcharse de su mundo vivido arropado por el honor de sus recuerdos; pero con la sensación, al relacionarse con Renata, de saber que la vida, hasta el último hálito, está ahí, rodeándonos con lo más exigente y bello.


Andrea Di Robilant compone una recreación de la vida de Hemingway desde 1948, cuando decide, junto a su mujer Mary Welsch, viajar a Europa para tomarse un tiempo e inspirarse en los paisajes naturales y civilizados del sur de Francia (La Provenza), un territorio que él ya conocía parcialmente. A la llegada al litoral francés, ciertas circunstancias les llevaron a bifurcarse hacia Venecia y sus alrededores, la zona donde el escritor había vivido su primer contacto con el continente europeo cuando sirvió en le ejército estadounidense durante la campaña italiana de la Primera Guerra Mundial en 1917. De aquella primera gran experiencia en la vida de Hemingway había surgido la que para muchos lectores es su mejor obra, la ya citada Adiós a las armas. De este nuevo viaje ahora programado y resuelto de una manera no esperada, nacerá lo que se cuenta en el libro más sosegado de su producción, Al otro lado del río y entre los árboles. Di Robilant nos narra minuciosamente el vivir diario de Hemingway junto a su esposa, de 1948 hasta 1951. Lo contado lo alargará hasta el momento final del escritor estadounidense en 1961. Las fuentes utilizadas por Di Robilant indagan con rigor en la correspondencia y en los diarios personales de los personajes principales de Hemingway en otoño. Viene a ser un excelente trabajo de archivo para conocer mejor a Hemingway.

Reseña Ejemplares Hemingway en otoño, Andrea di Robilant, Hatari! ediciones
Reseña Hemingway en otoño, Andrea di Robilant, Hatari! ediciones

El viaje que nos cuenta Di Robilant arranca en el momento que embarcan Mary y Ernest, desde el puerto de La Habana hacia Europa en el buque Jugiello, en septiembre de 1948, «con treinta y tantos bultos de equipaje» (baúles y maletas, y el Buick descapotable azul real). El periodista Di Robilant nos hace partícipes en la observación de cómo la experiencia le puso a Hemingway en comunicación con la idea de decadencia y de agotamiento en el escenario italiano al que se dirigió, algo que tal vez no había sentido hasta entonces. Esta certidumbre quedará plasmada en literatura en las reflexiones del personaje de Cantwell, en Al otro lado del río y entre los árboles. En los escenarios venecianos que Hemingway, como el Cantwell ficticio, habían conocido en 1917, les afloró un rumor otoñal, tamizado por el paso del tiempo, que le situó ante un horizonte en lontananza rememorativo. El contrapunto a este proceso meditativo e introspectivo, a todo ello, era volcarse en un ofrecimiento amoroso que les salió al paso a ambos. Adherirse a una vitalidad externa. La aportada por Adriana (o Renata). Frente al acabamiento, que uno y otro llevaban en su interior. Así se produjo en los dos un renacimiento espiritual, aunque abocado a una paulatina disipación. Lo posibilitó la persona de Adriana Ivancich y quedó recreado en el personaje novelesco de Renata.


Las conversaciones reales de Adriana y Hemingway en Venecia se reproducirán de manera convincente en la novela. Se originaron en sus paseos en la ciudad y en sus alrededores. De esa relación platónica era sabedora Mary, que, ojo avizor concedía consciente. Ella conocía el sustrato creativo de Ernest y dejaba hacer, para bien del autor y de los lectores, beneficiarios en última instancia del arte de su marido. El buen manejo por parte de Mary en saber llevarle a Hemingway, discusiones incluidas, viene a ser un ejemplo de fidelidad y de inteligencia. Por lo que se nos informa, este libro no debe ser leído por feministas al uso, ni por practicantes de lo políticamente correcto. Tampoco este tipo de personas deben inspeccionar la obra de Hemingway, algo que afortunadamente parece que tienen aparcado. Pues materia para derribar ídolos da la vida de este artista. Fue un personaje que nos parece inmortal. Si bien en ejercicio, no lo pudo ser, pues su intensidad vital iniciática, en persecución de lo creativo, en resistencia humana, estaba por encima de lo impensable. Hemingway aplicaba un método y mantenía un plan. Una muestra lateral, en la narración de Di Robilant, de la potencia hemingwayana, la advertirá la traductora italiana de las obras del escritor de Illinois, Fernanda Pivano, que quedaba maravillada de la capacidad de Hemingway con el alcohol (aparte aperitivos, almuerzos y cenas) que no le dejaba rastro para poder escribir:


«Hemingway (navidades de 1948) continuó con su rutina de escribir por las mañanas, mientras los demás salían a disfrutar de la nieve. Por la tarde, si el tiempo lo permitía, se subían al Buick y se daban una vuelta por las serpenteantes carreteras de montaña, pasándose una botella de ginebra entre todos para entrar en calor. Fernanda, que era abstemia, estaba sorprendida por la cantidad de alcohol que consumía Hemingway. Todas las noches se llevaba dos botellas de Valpolicella a su dormitorio, “que le hacían compañía durante la noche”. Pero aún la sorprendía más encontrárselo todas las mañanas, temprano, trabajando en su dormitorio, sin rastro alguno de resaca».


Cubierta revista anual Encuentros en Catay, 34, año 2021
Cubierta revista anual Encuentros en Catay, 34, año 2021

Con la lectura de Hemingway en otoño, nos convertimos en testigos de una concepción de la vida como un juego total, sin reparos, sin melindres ni pusilanimidades. Vida y literatura en plenitud. Mezcladas. Separadas después cuando acaba la redacción de cada obra literaria. Formaba parte del proceso creativo de un escritor amante de toda actividad al filo de lo que hoy hace daño a muchas mentes: el boxeo, la caza, los toros, la pesca, las peleas de gallos, las carreras de caballos y el alcohol, claro. Todo llevado al máximo. Facetas en las que Hemingway sentía el latido de la Historia del hombre, o del modo de pensar del hombre que para él merecía la pena. Mantenía en mente todas sus aficiones como ideario para entendimiento del universo. Así, en nuevo ejemplo, leemos que en ocasiones Hemingway se sentía torero. Una de las noches al salir de Harry’s Bar, el grupo de amigos asiduo de aquel tiempo, se encaminaron a un restaurante próximo, Ciro’s. En aquella ocasión Ernest se encontraba en plena alegría de cantar y bailar. En esos instantes era normal que, llevado por el ambiente, hablara de toros y de corridas, e incluso actuara:


«En un momento dado se puso de pie para hacer una demostración de algún aspecto del arte de torear y exigió a gritos que le llevasen un toro. Mary se levantó a trompicones de su silla, se llevó los índices estirados a las sienes y empezó a correr de un lado a otro, entre las sillas y las mesas. Necesitado de una buena “muleta”, Hemingway retiró platos y copas de su mesa, se apoderó del mantel y caminó hasta el centro de la estancia. Por suerte, el restaurante estaba casi vacío porque ya era muy tarde. Tras juntar los pies y adoptar una pose de torero, Hemingway provocó a la arrebatada Mary con un movimiento de brazo y hombro y, en el momento en que ella pasó junto a él, realizó una verónica. Toto y Adriana se rieron y aplaudieron. Olvidada de sus pretensiones reales, la princesa Aspasia se unió a ellos y gritó: “¡Olé! ¡Olé!”.


Hemingway solía entregarse a esa clase de actuaciones. En Harry’s Bar, tras unas copas, le gustaba improvisar algunos pases toreros entre las mesas bajas. También hacía demostraciones de pelota vasca en su suite del hotel y jugaba al béisbol lanzando un par de calcetines de lana enrollados (…)».

 

El seguimiento y la atención por parte de Di Robilant del día a día de Hemingway en esos años, decrece a partir de 1951, cuando culminó su obra maestra El viejo y el mar. De nuevo aumenta la intensidad de lo relatado al volver a viajar el matrimonio a Europa en 1953, donde vivieron los sanfermines y estuvieron, también, en Francia (París) y en Italia (vuelta a Venecia), antes del safari que tenían previsto en Kenia a finales de ese año y que se prolongó hasta comienzos de 1954. En ese preciso momento fue cuando al realizar un viaje aéreo sobre esa zona fantástica de África, sufrieron dos accidentes. Del primero salieron con dificultades. Del segundo, éstas aumentaron. El propio Hemingway se libró de la muerte debido a su instinto de conservación. Tras salir Mary con ayuda del avión, entonces escribe Di Robilant: «Al ver (Hemingway) que las llamas (el avión después explotó) lo cercaban, le dio un cabezazo a la puerta para abrirla. (…). El potente coup de tête contra la puerta atascada —así fue cómo lo describió Hemingway— le salvó la vida pero le produjo una grave conmoción cerebral». Un golpe que parece le afectó, no se sabe cuánto, pero Di Robilant deja entrever que desde ahí el escritor entró en distintas fases de desánimo. De lo cual se fraguó un camino que, salvo excepciones, le llevaría a diferentes depresiones y a ver la vida desde un lado más oscuro. Sabemos que después vinieron los sanfermines de 1959 y la redacción de El verano peligroso (1960). Pero parece ser que Hemingway fue poco a poco pensando si la vida merecía vivirse cuando una persona ha perdido parte de su fuerza vital (y para él, también, la creativa), pues la involucración de lo vivido y de lo contado suponía, en su ser, un esencial tanto monta, monta tanto. Como escribió Jorge Semprún (Federico Sánchez se despide de ustedes,1993) pensando en Don Ernesto: «No se puede sobrevivir a la desaparición de la escritura cuando se es escritor». Ante tal panorama le cabía la posibilidad de elegir el suicidio como salida. Algo que le llegó en 1961.

 

Aparecido en el número 34 de la revista anual Encuentros en Catay, año 2021. Presentación en Taipéi, viernes 4 de junio, 17:30, Oficina de Enlace de México en Taiwán.

 

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