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El embrujo de Shanghai,de Juan Marsé

Plaza & Janés, Barcelona, 1993

 

Nada nuevo en la narrativa de Marsé como no sean las descripciones de Shanghai (que en español se debe pronunciar Sangai y no Schanjai, que tampoco decimos Parí ni Jamburg, por poner ejemplos más próximos), lo que dará pie a muchos críticos para escribir que se trata de una novela insólita en el panorama literario español.

 

Manuel Bayo

Taipéi, 3 de mayo de 1992

Manuel Bayo, autor del artículo
Manuel Bayo, autor del artículo

En realidad, como reza la contracubierta del libro, se trata de dos novelas: la que podemos llamar principal, de implacable realismo y contada en primera persona, tiene lugar en la Barcelona de la posguerra, lugar y época a los que siempre ha recurrido con fidelidad el autor; la segunda, la que se ambienta en China, es una narración fantástica e inventada por uno de los principales personajes sobre algunos secundarios de la primera: juego estructural muy a la moda, que sirve para urdir un brillante final a lo realismo mágico en el que se funden crónica y ensueño.

Nada nuevo en la narrativa de Marsé como no sean las descripciones de Shanghai (que en español se debe pronunciar Sangai y no Schanjai, que tampoco decimos Parí ni Jamburg, por poner ejemplos más próximos), lo que dará pie a muchos críticos para escribir que se trata de una novela insólita en el panorama literario español, cosa que dicen siempre sin aclarar cuáles son las sólitas novelas en panorama que suponen tan efervescente de originalidades; bien es verdad que, seguramente para compensar, en cuanto pasan unas temporadas y consideran cumplido su deber para con las editoriales, esos críticos meten títulos y autores en el mismo saco, lugar en el que estaban desde la edición princeps. Caso diferente sólo se produce si el novelista tiene verdadero éxito internacional: entonces se le ignora o se le trata con recelo.

Marsé ha hecho la extravagancia de contrastar la sórdida aventura catalana con la exótica aventura china: trastrueques y ambigüedades entre ficción y realidad, engarzados por protagonistas fracasados y por referencias a la magia que ejercían las películas admiradas en cines de barrio durante su adolescencia. Shanghai aparece como en tales películas: misterios, amores apasionados, personajes intrigantes, negocios fabulosos, fumadores de opio, clubs nocturnos repletos de mafiosos, un mundo estremecido, a finales de los años cuarenta, por la amenazante victoria del ejército rojo. Eso sí, con abundancia de pormenores urbanos, sobre todo del Bund, la obligada mención de Chang Kai-shek (p. 153) y alguna que otra palabra en chino romanizado. Marsé narra con excelente pulso y con amenidad, por medio de su protagonista Forcat (que, claro está, reproduce el mismo estilo literario del autor), un argumento cinematográfico que pudo haber sido interpretado por un Gary Cooper y una Marlene Dietrich, maquillada de china, y dirigido por un Raoul Walsh o un Michael Curtiz.

Se trata de un volumen indispensable sobre un importante campo muy poco explorado en nuestra lengua. Es también la acabada expresión de una mirada crítica rigurosa, harto personal, insobornable e implacable ante la estupidez humana. Su lectura se hace necesaria en estos “tiempos de miseria”, como diría Hölderlin.

En esto reside el atractivo del segundo relato, vistoso y con final sorpresa: en el encanto de evocar la imaginación derrochada en el cine y entremezclarla con la elaborada reconstrucción de lo cotidiano: ¿qué fue más verdadero, incluso más necesario, en aquellos patéticos días recordados? Marsé, como de costumbre, sabe imprimir el dolor y el desgarro de la época en una amarga historia de perdedores, contada con veracidad: la intención crítica no resta vida a los personajes ni sofoca un estilo literario preciso y brillante. Marsé ofrece unas irrecuperables Barcelona y Shanghai pobladas por personajes (oscuros o vistosos) contradictorios, a los que presenta mediante sus incógnitas, equívocos, engaños e incertidumbres: nada de héroes de una pieza, nada de seguridad absoluta en los hechos relatados. La reproducción del pasado es tan confusa y tan falsa como la invención de historias escritas en forma de novela, como la calculada distribución de sus elementos para que encajen y se complementen, desde el principio al fin, en un intercambio de apariencias entre lo fantaseado y lo que pudo ser verdadero.

Marsé ha hecho la extravagancia de contrastar la sórdida aventura catalana con la exótica aventura china.

Quizá lo insólito de Marsé radique, y no sólo por esta novela, en que es un verdadero escritor. Nunca conseguí dar una explicación satisfactoria (creo que nadie) a los estudiantes que me preguntan el porqué para discernir entre un buen escritor y uno del montón, uno que escribe pero no es escritor. Doy la respuesta (baladí, ambigua y ramplona) de que en un buen escritor hay una adecuación entre qué dice y cómo lo dice: es fundamental que diga algo, es fundamental que lo diga a su modo propio y bien. Una perogrullada de respuesta, si quieren saber más que se compren libros abstrusos sobre el tema. En la literatura española de los últimos cincuenta años, sólo Cela, Marsé, algunas novelas de Vázquez Montalbán y de Mendoza lograron esa adecuación. Lo demás son obras en tono menor o insustanciales experimentalismos.

Como una opinión personal, que a nadie importa un bledo, me atrevo a concluir estas líneas con una intranscendente alabanza para Juan Marsé: El embrujo de Shanghai es el primer relato chino escrito por un español que me ha gustado, y eso porque, además de méritos semióticos que no soy quién para analizar, es el primero que presenta una China auténtica por ser fruto de su imaginación tras tanto bajonazo y tanta pedantería, Juan Marsé se entrega sin trampa ni cartón al hermoso quehacer de fantasear: su Shanghai es tan vivo, cautivador y probable como la ciudad así llamada.

Quizás esta pomposa afirmación mía se considere debida a que estoy en China: nada más inexacto: la vida cotidiana de uno nada tiene que ver con lo que vive uno ni con lo que lee uno ni con lo que imagina uno cuando lee ni con lo que imagina uno cuando vive. Además, la realidad geográfica circundante es cosa de poco fuste para un extranjero: quieras que no, permaneces y permanecerás como extranjero: o lo tomas o lo dejas.

Puesto a rizar el rizo en el torbellino de las propias divagaciones gratuitas, no puedo evitar emparentar la simpática y demoledora última novela de Juan Marsé con las narraciones ambientadas en China de Pío Baroja. No creo que Marsé lea estas páginas jamás de los jamases, tampoco creo que le parecieran una insolencia, pues todo está escrito como elogio. No sé si se reiría, me parece que se reiría si mi torpeza me hubiera llevado a compararle con Stevenson, Conrad... en fin, con la nómina exigida cuando un novelista, no cobijado en los altares, da tumbos por el mundo fuera de su mundo.

 

Este artículo ha sido extraído del libro

Ediciones Catay (2013).


Se trata de un volumen indispensable sobre un importante campo muy poco explorado en nuestra lengua. Es también la acabada expresión de una mirada crítica rigurosa, harto personal, insobornable e implacable ante la estupidez humana. Su lectura se hace necesaria en estos “tiempos de miseria”, como diría Hölderlin.

 

Manuel Bayo fue un humanista en el sentido más cabal de la palabra: hombre cultísimo, lector voraz e infatigable, amante de las letras, las artes, la cultura, el conocimiento, la inteligencia y la sensibilidad. Una rara avis, un hombre en los antípodas de este gris mundo tecnológico en el que vivimos, tan necesitado de una urgente iluminación humanística como la que Bayo supo infundir a su acción vital e intelectual. Por su prolongada actividad docente, fue todo un caso de profesor itinerante por diversas universidades de España, Italia, Yugoslavia, Marruecos, Filipinas y Alemania, hasta recalar finalmente en Taiwán. Quienes recibimos el privilegio de su magisterio y su amistad estaremos siempre en deuda con él.



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